«Fuiste ménade», texto leído por Belén Gopegui en la presentación de ‘Otra’ de Natalia Carrero
Quiero ponerme seria un momento, aunque la narradora de Otra tiene la elegancia de no tomarse muy en serio y de invitar a varias rondas de humor. Sin embargo, sí toma en serio a las y a los demás. Así que va por ella.
Ménade es como se describe a sí misma Mónica, la narradora personaje de este libro: “Esta escritura con ambiciosos precipicios a los que me asomo y en los que no evito perderme como una buena ménade”. Ménades son las sacerdotisas de Baco o Dionisios que, en la celebración de los misterios, daban muestras de frenesí. Y ménade es también la tercera parte del Poema para un cumpleaños de Silvia Plath. Allí escribe, cito versos sueltos:
Hay una lengua roja entre nosotras
madre,
no te acerques a mi corral
me estoy convirtiendo en otra
cabeza de perro devoradora
dame de comer las bayas de la oscuridad
debo tragarlo todo
bajo esta luz la sangre es negra
dime mi nombre
Comienzo por el final, “dime mi nombre”. Es tiempo ya de que el canon literario diga el nombre de Natalia Carrero, aunque sepamos que cuando lo diga Carrero devorará primero el sonido de cada sílaba, después el canon entero y luego se irá de juerga entre carcajadas. También por eso es hora de que el canon diga su nombre, porque probablemente no haya en nuestro país una persona que escriba con un trazo tan libre, tan osado, tan lejos de lo esperable y tan herido para sí y tan hiriente para ciertos instrumentos del poder, como Natalia Carrero. Hay una lengua roja entre nosotras. No exageramos. ¿Para qué exagerar? Hemos visto mucha literatura cuyos protagonistas –suele haber más masculino específico del que se da a entender en el espacio cultural– simulan hacerse entre sus páginas el harakiri biográfico o suicidio por desentrañamiento. Y digo simulan porque al cerrar el libro todo sigue en pie.
Al terminar de leer Otra nada sigue en pie. Quería la narradora ofrecer “fuegos artificiales de fonemas y letras desenroscadas como serpentinas” y resulta que con esos fuegos y esas serpentinas aparentemente inofensivas han dinamitado el mundo, un mundo amado con todo el asco –la estoy parafraseando– de que se es capaz.
Vuelvo al poema.
Madre,
no te acerques a mi corral
me estoy convirtiendo en Otra
cabeza de perro devoradora
Es extraña la relación entre esa hija y esa madre, también entre la narradora de Otra y su madre, y entre la borracha número doce de esta historia, llamada MP, y su madre. La madre de la borracha doce, se nos dice, “en algún momento optó por la adicción a la ausencia en lugar del compromiso de permanencia en la realidad”. Su hija cuando bebe la imita sin proponérselo, practica la desaparición. Y añade: “Cuando me doy cuenta dejo de beber. Entonces soy capaz de pisar y mirar el mundo olvidando toda la fuerza de mi dolor”.
Repito: “Olvidando toda la fuerza de mi dolor”.
Comentario de texto: ¿quiere decir olvidando con cuánta fuerza duele su dolor, o quiere decir olvidando la fuerza que hay en su dolor? No parece que quiera olvidar la cantidad precisa de sal y pólvora que hay en el rencor, ni la luz propia que emana del asco y que enciende las cosas machacadas.
Ya sé que los textos están abiertos para cada cual, pero al mismo tiempo pienso que los textos producen su propia sintaxis y que se puede argumentar su lógica. La sintaxis de Otra escoge entre las dos opciones la tercera excluida, en este caso la suma exponencial de ambas opciones. Ni redención a fuerza de adaptarse, ni la prisión del yo que se ha sido y se tendría que seguir siendo. Ni quiere imitar a su madre ni, como a Mónica, le interesan las historias concebidas a la manera de un reformatorio. La narradora de Otra es una ménade, debe tragarlo todo, convertirse en cabeza de perro devoradora, y no volver a un lugar antiguo donde no se bebe porque se acepta que el mundo está bien hecho.
A las ménades las nombran los demás. Son sacerdotisas de un dios que no instituyeron. Se dice de ellas que desvarían, pero con respecto a qué, ¿de qué mundo varían, de qué importancia se desimportan?
A las ménades se las aplaude –eso sí, desde una prudente distancia– por su frenesí, su violencia, por el sexo y la autointoxicación en busca de un éxtasis, porque lo que hay no puede ser la vida: “Al menos”, ironiza la narradora, “una madre bebedora demuestra cierto carácter; débil para los vicios pero irreverente en otras andaduras”.
De eso trata quizá Otra: maneras de dibujar el estallido con el que dejaríamos el alcohol pero nunca la irreverencia.
Y trata de algo más punzante. La novela comienza con una dedicatoria. No entiendo que sea una parte de este libro, porque no entiendo que este libro tenga partes puesto que es un organismo vivo que late en nuestras manos. La novela empieza con una carta de amor a Charli, el hermano esquizofrénico: “Para saber si algo es importante hay que decirlo en voz alta y observar cómo cae y cuánto permanece o tarda en airearse hasta el olvido. Mi hermano es esquizofrénico”. Mónica se sumerge en el desorden de Charli, en ese mismo infierno al que lo expulsaron. La novela cuenta que se lanza allí para reequilibrar de un modo ilógico y profundamente lógico esa situación, solidaridad, un poco de justicia paradójica también en ese infierno al que ella le sigue como puede, como le dejan. A veces, ante el dolor del otro, la única forma que se encuentra de amortiguarlo –la única forma permitida o al alcance– es hacerse daño a una misma, un dolor para acompañar, para decir: no estás solo o mejor, estoy contigo o como tú…, un engaño tranquilizador aunque tampoco del todo. La carta de la dedicatoria no es una parte de la novela ni es tampoco una explicación ni, menos aún, una justificación. Y es que hay novelas, pocas, de causas y efectos. Hay novelas, muchas, casi todas, de correlaciones, falsas simetrías, meros juegos literarios. Y hay novelas, muy muy pocas, de concatenaciones. Son las cadenas de causas y efectos las que se unen. Entonces, bajo esta luz, la sangre es negra. Bajo esta luz, la sangre son trazos de palabras y dibujos, que no se toman en serio porque han venido a romperlo casi todo. Bajo esta luz, Natalia Carrero ha escrito de forma cruda, desnuda, irreversible, la biografía colectiva de lo que no existe: las mujeres borrachas no existen, el sufrimiento doméstico, en el domos, el del hermano, el de la madre que se ocupa del hermano, el de la hija que no acepta la coerción que la sociedad y la familia proponen para el hermano, todo eso no existe; existen el acoso y la violencia en el hogar, pero no el sufrimiento y menos aún el sufrimiento juerguista, el sufrimiento gamberro –y sé que ustedes entienden estas junturas de palabras–.
Fuiste ménade, Natalia Carrero; eres ya todo lo que excede a esta historia, y eres nuestra historia. Muchas gracias por contarnos.